Aunque es siempre difícil definir los márgenes de la clase media, ya que los criterios que definen propiamente la pertenencia a la misma deberían incluir la estabilidad en el empleo, cierta masa patrimonial, otras formas de capital no económico (como el académico o el cultural), si consideramos básicamente la renta salarial, las clases medias podrían ser más bien minoritarias en la sociedad española.
Las fuentes tributarias que recogen el valor de los salarios declarados a Hacienda son a este respecto bastante significativas. En 2007 justo antes de la crisis y del estallido del paro, sólo el 37 % de los asalariados cobraba entre 16.000 y 40.000 euros brutos al año, lo que supone un salario neto mensual repartido en 14 pagas de entre 1.000 y 2.600 euros.
Por arriba, sólo se encontraba un 7,5 % de los trabajadores por cuenta ajena, de los que los supera salariados, con más de 80.000 euros año suponían el 1 %. Por debajo, sin embargo, se encontraba el 56 % de los entonces más de 19 millones de asalariados.
Esto quiere decir que más de la mitad de los trabajadores era mileurista, o incluso que cerca del 40 % era ochocientoseurista o menos. Por supuesto, este último grupo estaba mayoritariamente compuesto por jóvenes, trabajadores descualificados, migrantes, mujeres, etc., esto es, los sectores más expuestos al sobreendeudamiento, el paro, la inestabilidad en el empleo y la segregación urbana.
Sin embargo, puede que los intereses de fondo de las clases medias y de las mayorías precarias estén menos separados de lo que parece. De hecho, la primera paradoja de esta aniquilación del gasto social, es que tras varias décadas de erosión salarial, la gran mayoría de los trabajadores es cada vez menos capaz de soportar, por sus propios medios, los gastos de aseguración social que garantizaba el Estado del bienestar.
Si la escueta clase media que compone el 40 % de la población abandona a su suerte al Estado del bienestar, progresivamente especializado en la caridad y el control de las poblaciones de menores recursos, no habrá soporte fiscal que lo haga viable.
No olvidemos, tampoco, que los medios de comunicación, las universidades, los expertos y todos los puntos sociales desde los que se genera opinión son propia y genuinamente espacios acotados a la clase media «realmente existente».
La segunda paradoja de este proceso es que en caso de que se siga profundizando la erosión del Estado del bienestar, la segunda gran perjudicada de su liquidación, después de las mayorías precarias y proletarizadas, serán las propias clases medias.
La degradación de los sistemas públicos de educación y salud no podrá ser nunca compensada por sistemas semiprivados de medio pelo. La degradación de la sanidad pública reducirá rápidamente los estándares de calidad de los seguros privados por falta de referente y de competencia.
La educación concertada es actualmente de bastante peor calidad y resultados cuando se compara con la educación pública que enseña a un alumnado de igual origen social y cultural, además de ser mucho menos rica en términos de diversidad política, cultural y social.
Tanto por razones de economía de escala, como de autogobierno —si se permite la democracia interna—, al igual que gracias a la capacidad de autorregulación colectiva de unos profesionales debidamente motivados, los sistemas colectivos de aseguración social permiten gestionar los servicios sociales de una forma mucho más democrática, equitativa y eficiente que los sistemas orientados por el lucro y constituidos sobre una base cliente-empresa.
Igual argumentación se puede aplicar a los fondos de pensiones privados.
A la contra de las promesas de las instituciones de ahorro financiero, y salvo para las grandes fortunas y las rentas más altas, sus prestaciones son por lo general muy inferiores a las pensiones públicas.
Los riesgos de los mercados bajistas, la posibilidad cada vez más frecuente de financiar el consumo corriente a partir de los fondos de jubilación y, sobre todo, los enormes costes de la gestión financiera —pagar a un gestor de fondos de Wall Street o de la Bolsa de Madrid es incomparablemente más caro que pagar a un funcionario de la Seguridad Social— hacen que las prestaciones de jubilación privadas sean mucho menores que las pensiones públicas.
La tercera paradoja de la erosión del Estado de bienestar consiste en que lo que se hace en nombre de la libertad de elección y de una mayor responsabilidad del individuo sobre sus propias decisiones termina en una menor autonomía personal, y también en una considerable merma de la igualdad de oportunidades que debe caracterizar a cualquier sistema formalmente democrático.
La aseguración privada de la salud, la educación y las pensiones por vías financieras tiene unos resultados que como poco deben ser calificados como ambivalentes. Los fondos de pensiones capitalizan el ahorro priva-do en los mercados financieros, pero hacen recaer los riesgos de la evolución de estas inversiones exclusivamente sobre el propio ahorrador.
La introducción de fuertes matrículas en los estudios de postgrado universitario (los másters) está obligando a una parte creciente de los alumnos a acceder a créditos que hipotecan su futuro laboral. En todos estos casos, la aseguración privada deja a los individuos y a los hogares, por muy segura que parezca su posición económica, completamente dependientes de variables tan incontrolables como los tipos de interés, la evolución de los mercados financieros o la mayor o menor pericia de los gestores de sus ahorros —así como su menor o mayor honestidad.
Estos argumentos debieran ser suficientes para animar alianzas sociales amplias por la defensa de unos servicios públicos que quizás requieran reformas profundas, pero sólo en el sentido de una mayor racionalización, más fondos y sobre todo mayor democracia interna y externa en aras de impedir su subordinación tanto a empresas privadas, como a los gestores políticos de turno o a las posiciones burocráticas adquiridas por parte de algunos sectores laborales.
De hecho, quizás no exista ninguna alternativa a las alianzas de este tipo que no pase por la devastación social y la guerra entre pobres.
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