domingo, 7 de octubre de 2012

La "Guerra entre Pobres" parte III

Azuzadas, promovidas, lanzadas sobre determinados puntos del cuerpo social de manera directa o sutil, estas divisiones permiten construir chivos expiatorios, reforzar las fracturas, romper los precarios lazos sociales, construir sustitutos horizontales de la lucha de clases. 

Se trata de una estrategia de poder con efectos de refuerzo de las jerarquías sociales y laborales, indispensable para el desarrollo de una política de
compartimentación y concentración de los efectos de la crisis en los colectivos más débiles. Se trata también de escamotear la única forma de confl icto social que puede producir efectos de progreso social, y que opone a la gran mayoría de la población (en torno a un 80 %) a las elites oligárquicas, los capitalistas en dinero y los sectores superasalariados que forman el núcleo del actual bloque hegemónico, y que nadan literalmente en la abundancia.

La defensa de lo poco que se tiene contra los «otros», percibidos como amenaza o privilegio, se convierte así en el modus operandi del gobierno de la crisis a todas las escalas.
 
Incluso la justicia se vuelve una herramienta asimétrica en la que el universalismo de los derechos y la afi rmación del «todos somos iguales» se torna, en ocasiones, en ataque sobre objetivos políticamente banales (como los privilegios laborales de los funcionarios) y otras en su exacto anverso: la defensa de privilegios «legítimos» como el de la nacionalidad española o los derechos de nacimiento frente a los extranjeros.

Estamos, recordemos, en las fases iniciales de lo que propiamente podríamos llamar la crisis social. Hasta ahora, la guerra entre pobres se ha anunciado simplemente como una metáfora de uno de los posibles futuros y como un work in progress de las formas de gobierno. 

Dista todavía de haber empapado la atmósfera mental de las mayorías sociales, si bien sus avances recorren casi todas sus capas. La expulsión de los gitanos rumanos de Francia, los ataques racistas en Italia, el avance de posturas explícitamente xenófobas en casi todos los países europeos defi ne el contexto en el que la aceptación de la violencia horizontal se vuelve no ya una anomalía, sino el devenir normal de las sociedades europeas.

La persistencia de unas altas tasas de paro, o si se quiere de grandes difi cultades de acceso a la renta salarial para segmentos importantes de la población; la degradación y privatización de los servicios sociales, la educación y la sanidad; la trampa del endeudamiento acabarán produciendo un «residuo
» social cada vez menos asimilable a la «tolerancia» de las mayorías. 

Este «residuo» tomará formas que todavía somos incapaces de describir en sus modalidades concretas: quizás agregaciones juveniles, a modo de bandas, a medio camino entre la afi rmación social y la pequeña criminalidad; quizás expresiones suicidas y nihilistas a modo de una pandemia social comparable a la que en su tiempo fue la heroína —justamente en la pasada crisis de fi nales de los setenta y la década de los ochenta. 

En cualquier caso, estas formas ocuparán a buen seguro el lugar del arquetipo de lo «negativo» y servirán para dar cuerpo a todo tipo de emergencias securitarias y simulacros de autodefensa de la sociedad contra sus propios demonios. 

Desgraciadamente, con todos los matices que se quiera, este tipo de evolución social se puede califi car propiamente de fascismo.  El cuerpo social, desarmado y fracturado en una multitud de líneas sociales, legales, generacionales y culturales, atomizado en ocasiones hasta el nivel de las familias y los individuos, tiene ciertamente una escasa capacidad para evitar que su miedo y su pánico se torne en formas de resentimiento y enfrentamiento social cada vez más explícitos.

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