lunes, 17 de septiembre de 2012

Cinco formas de no entender nada... o de justificar a aquéllos que más provecho obtienen de la crisis





Desde que se declarara oficialmente la crisis, la excepción y la urgencia han marcado los tiempos políticos. Los cambios de rumbo y las reformas legislativas se han ido sucediendo al mismo ritmo que las noticias económicas iban anunciando la irrupción de nuevos fenómenos y la caída progresiva en la depresión. A nivel internacional, la bancarrota de los grandes bancos de inversión estadounidenses (Bear Stearns, Lehmans Brothers, o la aseguradora AIG) fue seguida de rescates, abaratamientos de los tipos de interés y generosos programas de ayuda financiera por medio de la compra de los famosos activos tóxicos —el caso más sonado fue el del Troubled Assets Relief Program (TARP) del gobierno Obama que entre 2008 y 2009 dedicó más de 700.000 millones de dólares a este fin. 

Iniciado 2010, el tiempo de las intervenciones públicas a gran escala pareció, no obstante, tocar a su fin; especialmente en Europa, donde las prescripciones de Maastricht y el control del déficit han dado paso a amplios programas de ajuste y a la crisis de la deuda soberana de los llamados países periféricos o PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España) según el ocurrente acrónimo acuñado por las revistas financieras internacionales, con un retintín colonial apenas disimulado. 

En España esta secuencia tiene su propia cadencia. En los primeros momentos se negó la mayor: «La crisis es una crisis financiera internacional, no tiene causas internas». Pero en poco más de un año (entre finales de 2007 y principios de 2009), la caída de los promotores inmobiliarios, el espectacular aumento del paro y el descenso general de la actividad económica plantearon el problema en términos muy distintos: la crisis tenía raíces «locales» y anunciaba un periodo de estancamiento prolongado e incierto.

Desconcertado por la resaca de los años de prosperidad, el gobierno tomó toda clase de medidas, a cada cual más incongruente: subvenciones indiscriminadas al sector inmobiliario, subvenciones al consumo de electrodomésticos y automóviles, supresión del impuesto de patrimonio, devolución de los 400 euros del IRPF, aumentos del IVA, etc.

En este marasmo de iniciativas contradictorias, quizás la única línea consistente del periodo fue la particular versión de los rescates corporativos internacionales: la aceleración de la obra pública dirigida a apoyar el nivel de negocio de las grandes constructoras españolas y los apoyos al sector financiero español —muy expuesto al crédito hipotecario y a los promotores. Para este último, además de la concesión de generosos avales públicos y las facilidades a la obtención de liquidez del Banco Central Europeo, el gobierno estableció dos gigantescos fondos generosamente financiados: el primero (octubre de 2008) dotado de 50.000 millones de euros estaba dirigido a comprar activos financieros de las entidades en dificultades; y el segundo (junio de 2009), dotado con hasta 99.000 millones de euros fue creado para prestar a las cajas de ahorro en proceso de fusión: el FROB, Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria.

Las dos cifras sumadas se acercan a la mitad de los presupuestos del Estado para un año. A nivel europeo las cantidades que se han dispuesto para el rescate del negocio financiero han sido de 4,5 billones de euros, el 40 % del PIB de la UE.

Como en la mayor parte de los países europeos, esta fase de confusión terminó a finales de 2009 a toque de bocina de la UE y con un llamamiento generalizado al ajuste económico.

La salida de la crisis ya no debía ser financiada con recurso al gasto público. En mayo de 2010, en paralelo al anunció del rescate griego y el consiguiente plan de ajuste, el gobierno español decretó una reducción del salario de los funcionarios de un 5 %, la congelación de las pensiones, la supresión de algunas prestaciones sociales así como los primeros recortes en obra pública.

En diciembre de 2010, a caballo del rescate irlandés, se publicó un nuevo paquete de medidas: se privatizaba el tráfico aéreo (AENA) y la Lotería Nacional, además se suprimía la «ayuda» de 426 euros a los parados que acabasen de agotar sus prestaciones. Las otras dos grandes líneas de intervención, como no podía ser de otra manera, se han dirigido a las reformas del mercado de trabajo y el sistema público de pensiones. Dicho en pocas palabras, en menos de un año, se ha desarrollado el mayor ataque a los derechos sociales y al gasto social de toda la historia de la democracia; en paralelo, el dinero público dedicado al rescate de los sectores financiero e inmobiliario, y que suma cantidades astronómicas, no ha sido objeto de ninguna restricción reseñable.

La desproporción entre el tratamiento del gobierno a los grandes agentes corporativos y los graves problemas sociales que está generando la crisis puede ser suficiente para no tener necesidad de saber más. No obstante, para aquellos interesados en el «detalle», en las próximas páginas se analizan los principales argumentos que han servido para defender primero los grandes rescates y luego los severos ajustes sociales.




Como casi siempre ocurre, la única manera de entender la crisis es política: basta saber quién tiene el poder de decisión y a quién benefician esas decisiones. El resultado de más de tres años de crisis es que el beneficio de unos pocos se ha puesto por delante de cualquier otro criterio, social o paradójicamente también económico.

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