sábado, 22 de septiembre de 2012

Tercera: El empleo es demasiado caro. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades: ahora hay que ajustarse el cinturón para que la economía se recupere IIII. Continuación…





El doble círculo virtuoso de esta sofisticada ingeniería financiera consiste en elevar el consumo de las familias sin elevar los salarios, y sostener la curva creciente de los beneficios financieros sin aumentar el gasto del Estado, y por ende los impuestos sobre esos mismos beneficios. 

La contrapartida está, por supuesto, en que la mayor parte de los riesgos de estos complejos circuitos económicos ha sido transmitida a las familias, por medio de su creciente exposición al endeudamiento. Dentro de este esquema, estamos muy lejos de una retirada del Estado de la esfera económica.

El caso español se puede considerar un ejemplo paradigmático de este tipo de estrategias inmobiliario-financieras dirigidas al doble objetivo de elevar los beneficios financieros y reconstruir la demanda sin elevar los salarios.

De hecho, el ciclo inmobiliario español que se extiende de 1995 a 2007 ha sido probablemente el más profundo y extenso del planeta. Entre esos años los precios de la vivienda se multiplicaron por 2,9, al mismo tiempo que se construían más de siete millones de viviendas (el 30 % del parque construido). La riqueza nominal de las familias, que está soportada en un 80 % por el valor de la vivienda, creció en más de tres veces, llegando a suponer en 2007 nueve veces el valor total del PIB, lo que en términos relativos es una cifra mayor que la de cualquier otra de las grandes economías occidentales.

Según el mecanismo antes descrito, esto permitió que aunque entre esos años el salario medio decreciese en un 10 %, el consumo total por persona creciese en un 60 % y el consumo total de toda la población en más de un 90 %, una cifra de nuevo superior a la de EEUU y a la de cualquier otro de los grandes países de la Unión Europea.

En definitiva, en España como en EEUU o Reino Unido, la bonanza económica no se ha producido repartiendo la riqueza por vías salariales, sino por medio del crecimiento del valor de la vivienda en un país mayoritariamente propietario, donde más del 80 % de los hogares tiene una vivienda en propiedad.

Como en estos países, esto sólo ha sido posible por medio del recurso masivo al endeudamiento que permitió a muchas familias acceder a su primera vivienda y a otras muchas comprar segundas o terceras residencias. Baste decir que en esos años el crédito hipotecario se multiplicó por doce y por siete la deuda total de las familias.

Curiosamente la bonanza económica sólo se produjo, tal y como se señalaba en el epígrafe de este capítulo, porque buena parte de la población vivió por encima de sus posibilidades según los parámetros de sus ingresos salariales. Fue este «irresponsable derroche» lo que permitió mantener niveles de consumo que de otra manera hubieran sido imposibles o hubieran dado pie a nuevas formas de reparto de la riqueza. Y también fue esto lo que permitió que la economía contabilizada en el Producto Interior Bruto (PIB) creciera a unos ritmos superiores al 3 %, mayores que los de las grandes economías occidentales.

En definitiva, porque se recurrió masivamente al crédito y porque un bien de primera necesidad se convirtió en el objeto de una devoradora burbuja financiera, se produjo un importante crecimiento económico, al tiempo que los beneficios financieros crecían incluso a mayor ritmo, tal y como manifestaban reiteradamente los ejercicios contables de bancos, constructoras e inmobiliarias. ¡Y todo ello sobre la base del decrecimiento de los salarios y la asunción por la población de niveles de endeudamiento insostenibles!

Enfrentados ahora a una situación de depresión, con un paro estancado en cuatro millones y medio de trabajadores, uno de los principales objetivos de las reformas, y a la postre de la salida a la crisis, parece pasar de nuevo por el abaratamiento del empleo (y el despido) y una mayor flexibilidad (precarización) de las condiciones de trabajo. El principal objetivo de la reforma aprobada el verano de 2010 fue, como sabe, facilitar el despido: reducir el número de días de indemnización por año trabajado, equiparando en la práctica el despido de los asalariados con contrato indefinido, al de aquellos con contrato temporal.

Resulta difícil pensar como una reforma que agiliza los trámites y abarata los costes del despido puede estimular la contratación. De hecho, todos los estudios parecen señalar que el volumen de contratación no depende más que de las expectativas de crecimiento de la actividad económica. Aparentemente, la reforma sólo permite que ante una nueva coyuntura de crisis los empresarios puedan deshacerse más rápidamente de sus excedentes laborales. Algo que ya hicieron en un tiempo récord entre 2009 y 2010 dejando en la calle a cerca de 1,5 millones de contratados temporales.

En futuros años, simplemente lo harán sin atender a distinciones de contrato y quizás también en menos tiempo.

De todas formas, ¿no hay algo de perverso y falso en esta abusiva atención al empleo como único medio socialmente legítimo de acceso al ingreso, y por lo tanto al consumo, cuando éste pasa cada vez más por mecanismos de revalorización financiera o inmobiliaria? ¿No es del todo abusivo condenar a la mayor parte de la población a unos empleos cada vez peor remunerados y precarizados, en una sociedad que sin embargo es mucho más rica que hace 10, 20 ó 30 años?

Y sobre todo, ¿no es absolutamente tramposa la ecuación empleo = trabajo socialmente útil? Buena parte del trabajo más útil y de mayor valor social en nuestras sociedades no está reconocido en términos salariales y en muchas ocasiones ni siquiera es visible. Es el caso del trabajo de atención y cuidado a niños, ancianos y enfermos, realizado sobre todo por mujeres; o también de buena parte del trabajo cultural y creativo realizado por comunidades sociales de distinto tipo que no reciben ningún tipo de remuneración; o del trabajo de formación que sirve para que los trabajadores sean más productivos y capaces, y que lejos de ser reconocido como tal, es cada vez más una responsabilidad exclusiva de los propios estudiantes y sus familias, que tienen que hacer frente a los gastos que supone.

Al mismo tiempo, una parte importante del trabajo reconocido en términos salariales no parece tener una función social útil, o ésta es tan pequeña que se podría realizar por otros medios: es el caso de la infinidad de puestos de control, cargos políticos innecesarios o la inflación de los aparatos empresariales en funciones puramente burocráticas o competitivas como la venta, la publicidad, etc.




Una contabilidad sobre el trabajo útil en términos sociales comprendería rápidamente que lo que llamamos empleo no corresponde ni por asomo con el trabajo digno de reconocimiento social. Desde una perspectiva algo más amplia que la que estamos habituados a escuchar y a atender, tanto en los medios de comunicación como en boca de los expertos, el empleo debería dejar de considerarse como un horizonte social insuperable.

Quizás convenga simplemente hablar de distribución de la riqueza.

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