sábado, 29 de septiembre de 2012

Economía de la Clase Media y la Crisis. Parte II

Desde la perspectiva de los efectos buscados por esta sofisticada ingeniería financiera, la irrupción de la crisis ha puesto en cuestión, no sólo las bases de un determinado modelo económico, sino la propia imagen que la sociedad tiene sobre sí misma. 

 La crisis arrastra consigo toda una formación social: los deseos, ficciones y autorrepresentaciones que se condensaban en el marco inclusivo de las clases medias y la sociedad de propietarios. Dicho a las claras, la crisis ha puesto a cada uno en su lugar; ha discriminado a aquéllos que forman parte por derecho propio a la sociedad de propietarios, de aquéllos que o bien son unos intrusos o bien simples visitantes con un estatuto temporal. 

La crisis ha mostrado también que a medio plazo sólo una parte de la población puede convertir el crecimiento de los precios de la vivienda en rentas directas a través de la amortización de inversiones —venta de viviendas o suelo. 

Para estos últimos, la vivienda toma el valor de una pura inversión, que se puede comprar y vender, especialmente cuando se tienen en propiedad dos o más unidades. Para la mayor parte de la población, en cambio, la contratación de hipotecas sólo ha supuesto la oportunidad de comprar la vivienda principal o cambiar de casa. Aunque el crecimiento de los precios inmobiliarios fuese espectacular, y esto permitiese conseguir nuevos créditos, la importancia última de la vivienda radicaba en su valor de uso. 

Por eso, se puede decir que en términos sociales una parte de la población se insertó en el ciclo inmobiliario desde el lado de la inversión (y de la renta financiero-inmobiliaria) y otra, mucho mayor, desde el lado de la necesidad (y la deuda). Arruinado, pues, el misterio de una clase media que no tenía más apoyo que la bonanza financiero-inmobiliaria, lo que queda, como un residuo insoslayable, es el proceso de polarización y dualización social que se lleva arrastrando des-de hace más de tres décadas. 

Peor aún, la crisis no sólo re-vela estas tendencias, largamente larvadas, sino que también las profundiza. La ambivalencia de la financiarización reside precisamente aquí: si por un tiempo sirvió para aumentar los niveles de consumo sin aumentar los salarios, también multiplicó los riesgos de una parte mayor de la población que observaba cómo se iba fragilizando su posición laboral ya sea por la amenaza, ya por la realidad, del paro, al tiempo que la deuda dejaba de poder financiarse con el crecimiento de los precios de la vivienda. 

Lo que se produjo a partir de 2007, justo en el momento en el que la curva de los precios inmobiliarios se invertía, a la vez que se restringía el crédito, es la inversión del efecto riqueza en su contrario. Lo que queda por determinar es a quién ha afectado de un modo más severo este «efecto pobreza», o dicho de otro modo quiénes son los verdaderos paganos de la crisis. Ya se ha comentado: una parte muy importante de la población, la gran mayoría, ha tenido que asumir niveles de endeudamiento por encima de todo umbral razonable de riesgo, ya fuere para poder acceder a la compra de la primera vivienda, ya para permutar su antigua vivienda por otra. 

El peso de la deuda ha marcado una curva creciente sobre la renta disponible de las familias, hasta el punto de pasar del 50 % del valor de la renta en 1995, a más del 140 % en 2008. Sin embargo, esta exposición a la deuda es muy desigual según las capas sociales. Para una parte de la población, la deuda no es muy significativa en proporción a sus ingresos anuales (por ejemplo en forma de salarios) o simplemente su patrimonio es lo suficientemente grande como para que la deuda no represente un problema. Sin embargo, para los sectores que asumieron deudas muy elevadas en proporción a su renta disponible, o para aquéllos que compraron muy «tarde» —en los últimos años del ciclo, como muchos jóvenes y también muchos migrantes—, y por lo tanto muy caro, la situación es radicalmente distinta. 

Para estos sectores, el colapso del mercado inmobiliario supone que el valor de su vivienda o sus propiedades ya no puede sustentar el valor de su deuda. En muchos casos, la crisis implica que lo que se debe al banco es muy superior al precio por el que se puede vender la propia vivienda, siempre en el caso de que ésta pueda encontrar comprador. Los estudios disponibles (fundamentalmente la Encuesta 

Financiera de las Familias del Banco de España señalan que este tipo de situaciones en las que la deuda se convierte en algo prácticamente impagable con los ingresos disponibles, o en los que su valor es mayor que el de las propiedades familiares, son muchísimo más frecuentes entre las familias de bajos ingresos y los hogares cuyos miembros son jóvenes o de origen extranjero —precisamente los que compraron más tarde. La alta exposición a la deuda es así el primer factor discriminante del diferente impacto de la crisis según sectores sociales. 

El segundo es el paro, o las diferencias sociales en lo que se refiere al riesgo de pérdida de empleo. Tal y como hemos señalado, en nuestro sistema económico, la única fuente legítima de acceso al ingreso, al menos para aquéllos que no tienen capacidad de acumular, controlar o gestionar una masa de capital suficiente, es el trabajo remunerado. Pero el paro tampoco afecta por igual a todos los sectores sociales. 

Mientras la tasa de paro de los varones con estudios superiores pasó entre 2007 y 2010 de un 4-5 % a un 9-10 %, la de los trabajadores sin estudios remontó de poco más del 20 % a más del 40 %, la de los jóvenes de 16 a 19 años remontó hasta el 60 %, la de los jóvenes de entre 20 y 29 años alcan-zó cifras en torno al 35 %, al igual que la de los extranjeros no europeos. De los cuatro millones y medio de parados que había a principios de 2011, cerca del 60 % eran trabajadores con titulaciones de educación secundaria obligatoria o inferiores, más de la mitad tenía menos de 35 años y el 25 % era de nacionalidad extranjera, cuando éstos apenas suponían el 16 % de la población activa. 

Por contra, los trabajadores en paro con estudios superiores no alcanzaban el 15 % del total de desempleados). Como se ve, el paro se concentra prácticamente en los mismos sectores que presentan una mayor exposición a la deuda. Cuan-do estos dos factores se combinan o coinciden en los integrantes de un mismo hogar el resultado probable es el desahucio. Durante 2009 y 2010 se produjeron más de 200.000 desahucios, y se prevé una cifra superior para los años 2011 y 2012. 

El desahucio en España supone no sólo la pérdida de la vivienda a manos del banco que concedió la hipoteca. Una legislación draconiana impide que las entidades de crédito se den por «satisfechas» con la expropiación del principal (la vivienda) y les permite subastar los bienes incautados (normalmente por el 50-70 % de su valor), al tiempo que el acreedor queda a cargo de las costas judiciales y del pago de la diferencia (más los intereses) entre lo que debía al banco y lo que recuperó con la subasta. 

El desahucio significa pues tanto la ruina como la prolongación de una situación de endeudamiento, a veces de por vida. La práctica corriente de incluir clausulas abusivas en los contratos hipotecarios, como los avales de viviendas de ter-ceros, han empezado a generar desalojos en cascada y auguran que lo peor está todavía por venir. Frente a la desigual exposición al paro y al endeudamiento, se podría pensar que el gobierno y los poderes públicos deberían actuar como un mecanismo de garantía social de los sectores más frágiles. 

Pero antes al contrario, apenas se puede decir que la administración, en cualquiera de sus niveles, haya incluido este objetivo entre sus prioridades. Ya hemos visto cómo desde principios de 2010, ésta se ha plegado cada vez más a las exigencias de los tenedores de deuda pública. Y quizás no haga falta insistir, otra vez, en que las dos reformas más importantes planteadas en el último año —el mercado de trabajo y las pensiones— afectan fundamentalmente a los más débiles. Sólo queda por ver si las principales partidas de lo que compone el Estado de bienestar tienen visos de aguantar, de una forma más o menos viable, la primera gran crisis del siglo XXI.

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