miércoles, 19 de septiembre de 2012

Segunda: Si los empresarios no obtienen suficientes beneficios no se genera empleo. Lo prioritario es generar un escenario propicio para que haya inversión y, por lo tanto, empleo.






Éste es quizás el argumento, que en distintas formas, más se repite a la hora de ajustar las políticas de salida a la crisis. En primer plano está el beneficio y la inversión y sólo luego se produce la recuperación, especialmente de aquello que más preocupa, el empleo. Las corrientes dominantes en economía entienden que la inversión es la pieza central de toda la actividad económica. Más inversión significa más producción, y por lo tanto más empleo. De acuerdo con esta perspectiva, la variable que de forma primaria determina el volumen de inversión es el porcentaje útil que le queda al empresario después de hacer frente a todos los gastos necesarios para completar un ciclo productivo —salarios, capital, materias primas, etc...

Como se puede adivinar, este porcentaje útil después de pagos coincide otra vez con los beneficios. De este modo, la ecuación podría ser tan sencilla como: a más beneficios más dinero útil para inversión.
Este teorema tiene, sin embargo, severos agujeros teóricos y prácticos. El primero, y más flagrante, es que los beneficios no tienen porqué acabar necesariamente en inversiones productivas. Esto es lo que sucedió en la crisis de 1929 cuando las clases propietarias decidieron conservar sus ahorros, antes que destinarlos a ninguna aventura empresarial. Y esto mismo fue lo que J. M. Keynes bautizó la «trampa de la liquidez» para señalar la necesidad de aumentar el gasto público como único resorte para animar el consumo y las expectativas de crecimiento, y por lo consiguiente la inversión. Por otra parte, y quizás mucho más importante a la hora de entender nuestra actual coyuntura, puede que los beneficios e incluso la «inversión» no produzcan empleo en absoluto; o más aún, que no tengan nada que ver con ningún proceso que ni lejanamente se asemeje a lo que podríamos llamar producción de riqueza. De hecho, éste es el caso en economías altamente financiarizadas como la nuestra.

Efectivamente, en los países occidentales, o al menos en buena parte de ellos, la forma canónica del beneficio empresarial no se produce a través de la producción de bienes y servicios —por ejemplo coches, o zapatos, o una experiencia en el parque de atracciones— que una vez vendidos retornan a los empresarios en forma de una suma de dinero mayor que la que emplearon para la producción de esas mercancías. En estas economías, la forma del beneficio es ya mayoritariamente financiera. En este caso, lo que se intercambian son títulos de propiedad de muy distinto tipo —por ejemplo, acciones, bonos de deuda pública u opciones sobre el valor futuro de otras acciones, así como oro, suelo o viviendas— en los que la inversión en dinero retorna finalmente en forma de más dinero. Aquí no hay necesariamente producción de mercancías o prestación de servicios de ningún tipo.

Se calcula que en la principal economía del planeta, EEUU, los beneficios financieros habrían superado de largo a los beneficios empresariales no financieros, desde mediados de la década de 1990. Si dentro de los beneficios financieros se incluyen las plusvalías generadas en operaciones inmobiliarias —que al fin y al cabo funcionan como un mercado especulativo—, la evolución de las cifras españolas es similar a la de EEUU. Baste decir que las grandes corporaciones industriales obtienen buena parte de sus ingresos por medio de instrumentos financieros como la refinanciación a través de la emisión y compra-venta de sus propias acciones, o de las de otras empresas.

Las razones de esta progresiva financiarización de las economías más desarrolladas son complejas. 




Existe, desde luego, todo un conjunto de factores institucionales que tiene que ver con la progresiva liberalización de los movimientos de capital a nivel internacional y la aceleración de las innovaciones financieras en un marco progresivamente desregulado. El elemento central de este desplazamiento del capital productivo por el capital financiero se encuentra, no obstante, en una crisis del beneficio —podríamos decir una crisis del capitalismo— que subyace a las principales economías industriales desde los años setenta. En efecto, la llamada crisis del petróleo de 1973-1979 manifestó a las claras que ya no sería tan fácil obtener beneficios por la vía de la producción de bienes y servicios. La creciente competencia internacional en las principales líneas de producción —como el automóvil, la siderurgia, los astilleros, los aparatos eléctricos, etc.—, al igual que la resistencia de una clase obrera no dispuesta a dejarse explotar a cualquier precio, redujeron rápidamente los márgenes de beneficio industrial. Desde los años setenta y ochenta, buena parte de los países industriales vieron así cómo sus fábricas e instalaciones o bien cerraban, o bien se iban a otros países con menores costes. Al mismo tiempo, el número de los trabajadores industriales en los antiguos países centrales se estancó o incluso declinó.

Continuara…

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