lunes, 24 de septiembre de 2012

Cuarta: El gasto social supone una carga creciente que la economía ya no puede soportar. O también: hay que transmitir confianza a los mercados y reducir lo antes posible el déficit público IIII. Continuación…





De todos modos, estos recortes, que todos los países de la Unión han aplicado en distintas oleadas desde la primavera de 2010, han incluido medidas extraordinarias que en otros momentos hubieran sido impensables, como por ejemplo reducir el sueldo de los funcionarios o incluso deshacerse de una parte del empleo público. Por otro lado, si en la mayoría de los países se han declarado subidas de impuestos para compensar el déficit fiscal, éstos se han concentrado en los impuestos sobre el consumo, como el IVA. 

Pocos han sido los países que se han atrevido a aumentar los impuestos sobre los beneficios empresariales y ninguno las rentas del capital.

Como era de prever, los recortes se han concentrado en el gasto social. Siempre con diferencias entre países, se han reducido o incluso esquilmado prestaciones y servicios establecidos desde hacía décadas, al tiempo que se decretaban aumentos de tasas sobre servicios educativos y sanitarios (como las tasas universitarias en Reino Unido y las amenazas de copago en España). No obstante, las presiones se han concentrado en uno de los pocos espacios que todavía se mantiene relativamente indemne en Europa: los sistemas públicos de pensiones.

Al igual que ha ocurrido con el mercado de trabajo, la Intelligentisia capitalista lleva décadas trabajando en proyectos de reforma de las pensiones. Desde los años noventa, las presiones financieras y los cambios legislativos han conseguido que una parte creciente de las rentas altas y medias de los países europeos compartan las prestaciones públicas de jubilación con sistemas privados basados en el ahorro financiero: los fondos de pensiones.

Se trata de un importante nicho de negocio para los intereses financieros que pretenden ampliar la cantidad de ahorro que la población coloca en productos financieros, aunque ello suponga el progresivo desmantelamiento de los sistemas públicos de pensiones.

Para reflejar bien la asimetría con la que un gobierno, como el español, opera en relación con los intereses financieros y el interés general de la población, baste decir que la congelación de las pensiones en 2010 supuso un ahorro de 1.500 millones de euros, casi lo mismo que se dejó de cobrar por subvención fiscal a los fondos de pensiones en ese año, y que precisamente es lo único que hace que este producto financiero sea una inversión rentable para las clases medias y altas de este país.

De nuevo para el caso de España, el asalto sobre las pensiones públicas ha tenido su principal argumento en su previsible inviabilidad a medio plazo. Por ejemplo, durante toda la década de 1990, se repitieron los análisis e informes de expertos que anunciaban que la Seguridad Social entraría en una situación de colapso en poco más de una década. La razón: el número de los futuros trabajadores no sería suficiente como para pagar las pensiones de un número siempre creciente de jubilados.

Durante la década de 2000 estas previsiones, como pasa tantas y tantas veces con las afiladas previsiones de los economistas, se vieron radicalmente desmentidas por la mayor expansión del empleo de la historia española: los nuevos trabajadores migrantes consiguieron que la Seguridad Social obtuviera abultados superávit, que incluso se han mantenido en estos años de crisis.

Como no podía ser de otra manera, el nuevo cambio de coyuntura económica ha vuelto a disparar las presiones sobre el sistema público de pensiones. El argumento es el mismo que antes, pero ahora se ve extraordinariamente reforzado por la necesidad de dar «confianza a los mercados». O dicho de otro modo, es preciso que la economía española sea perfectamente fiable y que el Estado sea capaz de garantizar los pagos de su deuda pública a largo plazo.

En caso contrario, los tipos de interés seguirán subiendo y la deuda pesará como una pesada losa para la futura recuperación española. Por supuesto, nada se dijo del hecho de que los mercados sean en realidad un puñado de agentes financieros internacionales relativamente pequeño o que esta situación podría tener un final inmediato con un solo amago de compra de la deuda española por parte del Banco Central Europeo.

La premisa de este tipo de políticas es siempre que el capital en dinero y las rentas financieras, que producen sus movimientos, son incuestionables. Si para garantizar su rentabilidad es preciso arruinar poblaciones enteras, se arruinan. Y si para calmar sus «miedos» es necesario recortar las prestaciones sociales de buena parte de los países europeos, que así sea.

Para la población con residencia en España esto ha supuesto una nueva reforma laboral, ya analizada, y un proyecto de reforma del sistema de pensiones que prevé aumentar el número de años cotizados de 30 a 38,5, si se quiere recibir la prestación máxima, y la prolongación de la edad de jubilación de 65 a 67 años. Por supuesto, si la crisis de la deuda continúa avanzado 2011 y finalmente el gobierno español requiere de fondos europeos para saldar su deuda, seguramente veremos toda una nueva secuencia de programas de ajuste y recortes sociales.

Hasta ahora hemos visto cómo los argumentos esgrimidos para justificar los duros ajustes económicos, en los que se han empeñado tanto el gobierno español como la Unión Europea, sólo parecen obedecer a una lógica de recuperación del beneficio de los agentes capitalistas.




Ni las reformas del mercado de trabajo, ni la de las pensiones, ni los severos ajustes presupuestarios parecen realmente eficaces como medios de recuperación económica, incluso dentro de los parámetros de un capitalismo productivo. El precio a pagar es una creciente pérdida de autonomía de las poblaciones respecto a las dinámicas que aquí se han englobado bajo el término «financiarización». Queda por ver si la última promesa que subyace a todos estos argumentos, la pronta recuperación económica, es también un espejismo que puede impedirnos analizar la coyuntura tal y como se promete: en forma de un largo y prolongado estancamiento.

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