jueves, 20 de septiembre de 2012

Tercera: El empleo es demasiado caro. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades: ahora hay que ajustarse el cinturón para que la economía se recupere.

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O según la jerga de los economistas: el mercado de trabajo es demasiado rígido, o poco flexible, o los salarios son muy altos. Se trata, en realidad, de una variante del argumento anterior que considera que el beneficio es la ley y el motor de la economía, pero esta vez en relación con lo que lo provee y también lo impide: el trabajo asalariado.

Para la economía dominante la relación entre capital y trabajo es un simple intercambio. Pero, tal y como se hartaron de decir los economistas clásicos desde Adam Smith a Marx, por debajo de este intercambio aparentemente neutral, la fuerza productiva de una sociedad se pone a disposición del capital, o lo que es lo mismo, se subordinan las necesidades y las capacidades sociales, nuestras vidas, al beneficio capitalista. En consonancia con la visión dominante del mercado de trabajo como un simple intercambio, el problema del desempleo es una simple variante de la ley de la oferta y la demanda. Si no hay trabajo es porque éste no es lo suficientemente barato. Por extraño que parezca, esta simpleza es la base de la mayor parte de las modelizaciones económicas del funcionamiento del mercado de trabajo:

El desempleo involuntario —esto es, aquel que se produce porque no hay oportunidades de empleo para quien las busca— es siempre una anomalía temporal. Al cabo de un tiempo, los mecanismos de mercado actúan creando nuevas oportunidades laborales que pueden ser aprovechadas por aquéllos que realmente quieren trabajar. Si esto no ocurre es porque los mecanismos de ajuste automático del mercado han dejado de funcionar. Las razones de este desajuste pueden ser varias. Una de las más esgrimidas, y también combatidas, es que los desempleados pueden no tener suficientes «incentivos» para buscar trabajo o para desplazarse a aquellos lugares y sectores que generan estas oportunidades.

Otra es que el Estado es excesivamente proteccionista con los trabajadores, por ejemplo, haciendo muy difícil el despido, o gravando excesivamente a las empresas, lo que las desanima a invertir y a generar empleo. Una última fuente de «distorsión» puede provenir de la existencia de una fuerza sindical que «impida» que los trabajadores acepten salarios más bajos. Todas estas afirmaciones se pueden traducir, en cualquier caso, por algo mucho más reconocible y sencillo: nuestras vidas son todavía demasiado cómodas como para animarnos a trabajar según las condiciones que la economía es capaz de ofertar.

A los ojos ingenuos de un lego en economía, este tipo de argumentos pueden resultar, desde luego, algo extraños, cuando no un atentado contra el sentido común, en una situación como la actual en la que hay más de veinte millones de desempleados en Europa y más de cuatro sólo en España. No parece que la crisis haya sido generada por las demandas excesivas de los trabajadores, unos altos niveles salariales o un ciclo de conflictos y huelgas que haya hecho imposible a unos empresarios, siempre benevolentes, seguir contratando a nuevos trabajadores. 

Pero a pesar de las evidencias, uno de los principales objetivos de las reformas económicas en Europa y en España es de nuevo el mercado de trabajo. Para generar empleo, se nos dice: primero, que los salarios son demasiado altos y que éstos tienen que estar sometidos a controles más estrictos; segundo, que hay que facilitar la contratación y el despido a fin de que los empresarios contraten a los trabajadores con más facilidad, y los ajustes del mercado de trabajo sean cada vez más rápidos; y tercero, que hay que incentivar la búsqueda activa de empleo, de tal modo que sea cada vez más difícil vivir sin el recurso a un trabajo asalariado —por ejemplo, por medio de prestaciones sociales.

No obstante, cuando se observa con cierta profundidad histórica el problema del desempleo y las funciones económicas del salario, el análisis se vuelve necesariamente más complejo. Lo primero que sorprende es que la remuneración de los asalariados no ha sido siempre enemiga de la buena marcha económica. Los salarios pueden ser vistos de dos maneras: como un coste para las empresas, pero también, y esto es lo interesante, como la fuente principal del gasto en consumo. Paradójicamente si los salarios son «excesivamente» bajos y los beneficios «excesivamente» altos, puede ocurrir que el gasto en consumo no aumente de forma suficiente como para que los empresarios puedan vender en el mercado toda su producción, y por lo tanto garantizar su beneficio.

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A esta situación, que ha sido recurrente en numerosas crisis económicas a lo largo del siglo XIX y de buena parte del XX, se la conoce como subconsumo, o también «sobreacumulación» dado que hay gran cantidad de capital que no encuentra inversiones rentables en la producción de mercancías y servicios que se puedan vender.

Continuara …

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