martes, 18 de septiembre de 2012

Primera: La economía obedece a leyes propias. Las políticas económicas deben ser diseñadas según estas reglas II. Continuación.





Pero incluso si, a pesar de todo, se admite que las modelizaciones y los aparatos teóricos de los economistas puedan ser útiles para describir la realidad, es preciso reconocer que la economía no es una disciplina unitaria, hecha de consensos inquebrantables y puntos de no retorno. Como en casi todos los campos del saber que tienen que ver con la sociedad — y precisamente porque no son ciencias en un sentido pleno— la economía es el escenario de una apasionada batalla entre paradigmas y modelos teóricos completamente contrapuestos. 

Existen distintas escuelas que pelean entre sí por determinar cuál o cuáles son las mejores maneras de explicar los asuntos económicos. Así hay neoclásicos y liberales, siempre partidarios del llamado principio de los mercados autorregulados; pero también keynesianos, neokeynesianos y postkeynesiansos que de muy distintas maneras señalan que el mercado no tiende al equilibrio, y que en determinados momentos es necesario un suplemento o ayuda extra que puede provenir del sector público. Conviene que nos detengamos un momento en estas polémicas porque en ellas se resume buena parte del debate contemporáneo acerca de lo que es y debe ser la economía.

Para el pensamiento económico dominante, la economía tiene una increíble capacidad de autorregulación, esto es, de perfeccionarse y mejorarse sin ningún tipo de intervención externa. Es un sistema autosuficiente y el mecanismo que permite esta suerte de perfección autorregulativa se llama mercado. 

En el mercado concurren los productores con distintos bienes y servicios y los consumidores con una cierta cantidad de dinero destinada a obtener los productos que satisfacen sus necesidades. Lo que permite el intercambio es precisamente el precio de los productos, y éste viene determinado por las variaciones en la demanda y en la oferta del mismo. El mercado será más eficiente y justo en la medida en que ningún vendedor o comprador individual —o asociado en un grupo— pueda modificar el precio de los productos. La justicia del juego se encuentra en que ningún agente individual tenga un excesivo peso en el mercado o una posición de privilegio que le permita intervenir en el valor de los precios. A esta situación se le llama competencia perfecta, y en un mercado de competencia perfecta el precio funciona como un simple dato o información sobre el que tanto vendedores como compradores ajustan sus decisiones económicas.

Las ventajas de este modelo son tales para sus apolegetas, que el único objetivo de la política económica debe consistir en garantizar que el mercado funcione solo y bajo condiciones de competencia. Todo aquello que intervenga en los precios deberá ser eliminado, incluida la propia intervención pública.

Ésta es por ejemplo la opinión de la mayor parte de la prensa económica y de los altos cargos de instituciones como el Banco de España, el Banco Central Europeo o el FMI, y resulta tan válida para el mercado de bienes de consumo, como para el mercado de trabajo, o los mercados financieros. Incluso los servicios públicos, como la salud o la educación, deben funcionar cada vez más según mecanismos de mercado. Por así decir la economía funciona sola, basta con dejarla en paz y no querer introducir ideas que le son extrañas.

El problema de este modelo, como de tantos otros, es que es puramente teórico. Tal y como demuestran multitud de economistas a partir de colecciones de ejemplos con las que se podrían llenar bibliotecas enteras, la economía real e incluso lo que compone las bases de nuestro sistema económico se empeñan en funcionar de una manera radicalmente distinta. Las críticas son demasiado largas y exhaustivas como para resumirlas aquí.

Se ha dicho que los precios de mercado no incorporan gran cantidad costes —las llamadas externalidades— por los que la empresa no se ve obligada a pagar. Por ejemplo, el hecho de que buena parte de nuestra energía sea tan barata se debe a que no incluye los costes que tiene o tendrá que pagar la sociedad y el planeta en forma de contaminación y regeneración ambiental en los próximos siglos. Igualmente, hay sectores que son considerados monopolios naturales, como la distribución eléctrica y la telefonía por cable, y en los que como sabemos todos a la hora de pagar la factura siempre de los mismos proveedores, la competencia sólo es una mera ficción.

Por otra parte, en una sociedad en la que todos los bienes y servicios fueran provistos por el mercado, y no existiese ningún mecanismo redistributivo —por ejemplo el llamado Estado de bienestar—, la educación y la salud serían privilegio de unos pocos, esto es, de aquéllos que realmente pudieran pagársela. Pero quizás la crítica más radical provenga del hecho de que el concepto «mercado» no entiende y explica lo que sostiene nuestro sistema económico: el beneficio empresarial, que es en definitiva lo que anima las inversiones y la creación de nuevas industrias. De hecho, nuestro sistema económico puede estar funcionando, de forma normal, justamente a partir de una distorsión constante del mercado y la competencia. Buena parte de los economistas estarían incluso de acuerdo en afirmar que sólo hay beneficio (o beneficio extraordinario) en aquellas situaciones en las que existe alguna forma de monopolio u oligopolio.





En una situación de competencia perfecta, el beneficio tendería efectivamente a cero y los ingresos del productor quedarían reducidos a la reproducción simple de sus costes de producción.

La competencia le obligaría a ajustarse a ese nivel de precios en el que el beneficio es nulo.

Continuara…

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