jueves, 20 de septiembre de 2012

Segunda: Si los empresarios no obtienen suficientes beneficios no se genera empleo. Lo prioritario es generar un escenario propicio para que haya inversión y, por lo tanto, empleo. Parte III. Continuación…





Lo más curioso de este tipo de mecanismos es que, en la mayor parte de los casos, el beneficio se produce a partir de la gestión y control de grandes cantidades de dinero cuyos propietarios últimos no son las instituciones financieras. Así, por ejemplo, en el reciente episodio de las burbujas financieras de EEUU y España, los bancos y cajas de ahorro concedieron crédito a partir del dinero que obtenían de los depósitos de sus clientes; o del dinero que les prestaban otras instituciones financieras; o incluso del dinero que obtenían vendiendo a otros bancos —del resto del mundo— la deuda que habían contraído los acreedores de las hipotecas. Este procedimiento se llama titulización y es central en la explicación de la crisis financiera que se desencadenó tras el colapso del mercado inmobiliario estadounidense basado en las hipotecas subprime.

De forma parecida podríamos explicar el funcionamiento de las instituciones de inversión colectiva: éstas operan con dinero que pertenece a pequeños ahorradores, pero una parte, muchas veces muy significativa, de los beneficios obtenidos con ese dinero se queda en manos de los gestores de las mismas en forma de comisiones y primas. Para que se entienda la asimetría de este tipo de mecanismos conviene recordar que aunque los beneficios se repartan entre los ahorradores y los gestores, los ahorradores, esto es, las clases medias de todo el planeta, asumen la totalidad del riesgo de «sus» inversiones.

Es así que lo que asegura el beneficio financiero no es tanto la concentración de la riqueza en un grupo más o menos pequeño de entidades financieras, como el control y la gestión de la riqueza financiera por parte de estas mismas entidades.

Esto implica también un cambio en la función económica de las finanzas, e incluso como señalan algunos autores una desnaturalización de su función. En los modelos clásicos basados en la circulación monetaria de las economías industriales, los bancos e instituciones financieras recogían el ahorro de los empresarios y de las familias más pudientes, y lo dirigían a través del crédito a aquellas inversiones que podían ser más productivas. Cuando se crearon los mercados financieros, el propósito era también que las empresas obtuvieran financiación directa a través de inversores que compraban una participación (acción) en la misma. Sin embargo, en economías como la estadounidense, la británica o la española, la función de las finanzas es mucho más parecida a una labor extractiva: se trata de maximizar los beneficios financieros, sin que importe si en ellos se produce riqueza real, se destruya la posición económica de un país, o se subordine a poblaciones enteras a los intereses de una deuda contraída bien por el Estado o bien por ellos mismos —como es el caso del fuerte endeudamiento hipotecario en España.

Esta posición central del capitalista en dinero, frente al capitalista industrial, explica de igual modo que el poder de las grandes entidades bancarias y de los mercados financieros sea en nuestra época mucho mayor que el de las grandes corporaciones industriales. O también, que éstas últimas hayan adoptado un funcionamiento cada vez más parecido al de las entidades financieras, haciendo imposible toda distinción entre economía real y economía financiera.

Ahora bien, si el beneficio se produce cada vez más por vías financieras. Y la mayor parte de este beneficio ya no se dirige a inversiones productivas, sino a movimientos que muchas veces sólo podríamos considerar especulativos, ¿por qué esa insistencia en la necesidad de reconstruir el beneficio a fin de generar inversión y por lo tanto empleo?

¿Quizás por nostalgia de un modo de funcionamiento de la economía que hace ya tiempo no se puede reconocer en la realidad? La respuesta puede ser mucho menos ingenua.

En una economía progresivamente financiarizada, en la que el beneficio se confunde cada vez más con algún tipo de renta financiera, los cimientos de la legitimación de las funciones del propietario de capital podrían estar entrando en una fase de erosión terminal.

Para los economistas clásicos, el beneficio era el justo «salario» del empresario que arriesgaba su tiempo y su dinero. Era la remuneración de las labores de coordinación, o lo que es más importante, de la capacidad del empresario para introducir innovaciones tecnológicas u organizativas que agilizaban los procesos productivos o al menos los hacían menos costosos. Pero ¿qué ocurre cuando la figura del empresario y la del capitalista se escinden en favor de este último? ¿Cuando el beneficio deja de ser el «salario del empresario» y se identifica ya plenamente con la renta financiera del capitalista?




Históricamente, la promesa capitalista se ha cifrado en su capacidad y eficiencia para poner en el mercado mercancías y servicios cada vez más baratos. Sobre esta promesa de la «permanente revolución de las fuerzas productivas» se han construido la mayor parte de las hipótesis de progreso que han animado los programas de reforma del último siglo y medio, y esto tanto por parte de los críticos al capitalismo como de la parte más reformista y renovadora de sus elites. La fascinación por la producción de riqueza por medios capitalistas, y la estricta subordinación de las finanzas a la economía productiva, fue una de las principales preocupaciones de los economistas clásicos. En la misma medida en que ni añadía, ni aportaba nada realmente útil a la producción de riqueza, para muchos de ellos, la figura del rentista se consideraba un puro parásito. Keynes habló incluso de la necesaria y deseable «eutanasia del rentista». ¿Tendríamos que pensar lo mismo del actual capitalismo rentista, y obrar en consecuencia?

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