viernes, 28 de septiembre de 2012

Economía de la Clase Media y la Crisis

Durante la larga década que se extiende de mediados de los años noventa hasta finales de los dos mil, las poblaciones occidentales, pero especialmente la población española, disfrutó de un placentero sueño de «prosperidad». 

Quizás no universal, quizás no para todos, siempre amenazado por la precariedad y una lenta degradación del welfare, pero un sueño que parecía muy real en cualquier caso. El efecto riqueza y el espectacular incremento del consumo doméstico funcionaron, en efecto, porque el crecimiento de los precios de la vivienda benefició a una parte importante de la población. Tal y como se ha explicado, entre 1997 y 2007, el precio de la vivienda se multiplicó por 2,9. 

En el mismo periodo se construyeron más de siete millones de viviendas, muchas de ellas segundas residencias. De forma congruente, la riqueza patrimonial de las familias creció en más de tres veces. Pero al mismo tiempo que el precio de la vivienda hacía crecer, burbujeante, la riqueza aparente de buena parte de la población, el crédito se disparó y con él la exposición a la deuda. 

Por supuesto, en este proceso, una parte no pequeña de la población se vio expulsada de un mercado inmobiliario en el que los costes de acceso (la compra de la primera vivienda) no paraban de crecer. Pero incluso para las rentas más modestas, la contratación de una hipoteca que podía superar más del 50 % de su salario era una opción racional: en tres o cuatro años el precio de la vivienda podía duplicar su valor, y lo que es mejor podía servir para acceder a toda clase de nuevos créditos —al consumo o incluso a la compra de nuevas viviendas. 

Sólo así se explica que en esos años, el número de hogares con vivienda en propiedad ganase cerca de 10 puntos porcentuales, y que una parte importante de las familias migrantes y de los más jóvenes, sometidos a los empleos más precarios y peor remunerados, accediese a la vivienda vía crédito hipotecario. 

En 2007, justo antes de que empezara la cadena de desahucios, hasta un 87 % de los hogares tenía una vivienda en propiedad. Dicho de una forma sucinta, el crecimiento sostenido del precio de la vivienda sirvió para construir la clave de la bóveda financiera que sostuvo todo el ciclo económico. La revalorización del patrimonio de las familias tuvo, no obstante, otra función, si se quiere más profunda e insidiosa en términos sociales. 

La escalada de revalorizaciones y de compraventa de viviendas permitió sostener una poderosa ficción que sólo con la crisis se ha desvanecido con total cruel-dad; se trata de la idea prácticamente incontestada, en el orden de los consensos mayoritarios, de que nuestra sociedad es una sociedad de clases medias. 

 Evidentemente si atendemos a la estructura salarial hay que decir que el mileurismo (o situaciones peores) es la realidad cotidiana de casi el 60 % de los asalariados, que más de un 30 % de los asalariados tiene contratos temporales, que sólo el 30 % de los trabajado-res goza de posiciones laborales típicas de clase media —por ejemplo técnicos, profesionales, pequeños empleadores— y que el otro 70 % esta formado por trabajadores subordinados —lo que en otros tiempo se llamarían obreros de la industria y los servicios—, que el peso del pago de la hipoteca o de los gastos ligados a la vivienda supone más del 30 % de los ingresos para un 50 % de la población, etc. 

Y sin embargo, la categoría social con la que se autodefine, todavía hoy, la mayor parte de la población es la de «clase media». Podemos también pensar, claro está, que esta declaración de intenciones —«yo soy clase media»— obedece a un deseo de inclusión y de pertenencia social que intenta ocultar, con todo el recato propio de la sociedad «respetable», posiciones de fuerte precariedad y explotación. Y en cierta medida así es. 

Esta declaración de intenciones sería, no obstante, prácticamente inviable sin la amplia generalización de la vivienda en propiedad. La vivienda en propiedad es un depósito de valor de la riqueza familiar que se puede amor-tizar en épocas de penuria (como la vejez), transmitir a los hijos y que permite garantizar cierta viabilidad a los proyectos familiares. 

El techo en propiedad es de hecho sinónimo de «desproletarización». Y ésta ha sido una de las consignas que han orientado las políticas de alojamiento desde que el primer ministro de Vivienda de la dictadura franquista declarase su intención de crear «un país de propietarios, no de proletarios». La vivienda en propiedad tiene, por lo tanto, funciones sociales mucho más sutiles que la conectan con una cierta capacidad de inclusión social y de autorrepresentación como parte de las clases medias. 

Dentro de este campo de funciones económicas y sociales, el último ciclo inmobiliario ha encontrado un terreno abonado para hacer crecer una específica forma de capitalismo popular, que también podríamos dar el nombre de sociedad de propietarios. En la medida en que, buena parte de la población había adquirido ya al menos una vivienda y de que el crecimiento sostenido de los precios de la misma repercutía en el crecimiento del valor nominal de la riqueza personal, no puede sorprender que el consenso político y social en torno al modelo inmobiliario fuese tan cerrado e impermeable. 

Esto bastaría para explicar que la contestación social al régimen de crecimiento fuera tan escasa, más allá de unos pocos sectores juveniles de las grandes ciudades —precisamente los que habían sido excluidos de una forma más fuerte del mercado— que entre 2004 y 2007 se manifestaron con consignas como «V de vivienda». Continuara…

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me encataria que dejara sus comentarios !!!