domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuarta: El gasto social supone una carga creciente que la economía ya no puede soportar. O también: hay que transmitir confianza a los mercados y reducir lo antes posible el déficit público II. Continuación…






La primera duda que surge después de escuchar todo este tipo de críticas debería referirse, por supuesto, a la pregunta de quién paga el gasto público. La respuesta es sorprendente, ya que ni los empresarios, ni los muy ricos, ni tampoco la nueva casta institucional de rentistas financieros contribuye significativamente a los presupuestos del Estado. 

En un caso como el español, en torno al 75 % de los ingresos no financieros y no patrimoniales de las administraciones públicas proviene de los impuestos sobre la renta, las cotizaciones a la Seguridad Social y los impuestos sobre el consumo (como el IVA). Se trata de impuestos que pagamos todos y todas, y que además no tienen nada de progresivo. El IVA lo paga desde la abuela que hace a diario su cesta de la compra hasta el provecto especulador que manda a su «sirvienta» a hacerla.

En las últimas décadas, por otro lado, el impuesto sobre la renta ha perdido buena parte de su progresividad —entendida como que los ricos deben pagar proporcionalmente más que los más pobres.
Y por si esto fuera poco, el sistema impositivo en su conjunto es objeto de toda clase desgravaciones y pequeñas formas de fraude, que sólo aquéllos con más recursos e información saben hacer. Los beneficios empresariales contribuyen poco a los presupuestos del Estado, en torno al 15 %.

Por su parte, las rentas de capital están prácticamente exentas, además de que se puedan camuflar de otras mil maneras, por ejemplo como salarios. La anulación del impuesto de patrimonio en 2007 va en el mismo sentido. En buena medida, por lo tanto, los ingresos del Estado son producidos por el conjunto de la sociedad, sus salarios y su consumo.

Evidentemente, en un régimen con un mínimo contenido democrático que fuera más allá de la mera formalidad, sólo el cuerpo social debería poder decidir en qué se gasta y cómo se gasta.

Sin embargo, el gasto público dista mucho de emplearse de acuerdo con los intereses de sus financiadores. El Estado de bienestar español sufre de un permanente subdesarrollo. De los países del Euro, España es el antepenúltimo por abajo en niveles de gasto en políticas sociales, si bien su renta per cápita está justo en la mitad de la tabla. El gasto sanitario o el educativo están, por ejemplo, dos puntos por debajo de la media europea en relación al PIB.

No obstan-te, el gasto en infraestructuras de transporte es el mayor del continente. El resultado es paradójico: España tiene ya la red de autovías y trenes de alta velocidad más extensa de todo el continente (siendo un país menos poblado que Italia, Francia, Reino Unido, y Alemania, y de menor tamaño que Francia), y al mismo tiempo es el país con la tasa de abandono escolar en educación secundaria más alta de la Unión Europea (sólo después de Malta): más del 30 % de los chicos de 24 años no alcanzan a obtener el título de la Educación Secundaria Obligatoria, —la media europea es menos de la mitad.

Las inversiones en obra pública han podido ser muy útiles en relación con el ciclo inmobiliario, ya que han permitido conectar los territorios y dar valor a bolsas de suelo que antes no lo tenían. También han permitido aupar a las constructoras españolas a los primeros puestos del ranking internacional. Sin embargo, en términos sociales han condenado a un tercio de las generaciones más jóvenes a puestos de trabajo sin ninguna proyección de futuro: descualificados, infrarremunerados y muy precarizados.

Por supuesto, el hecho de que el gasto español en protección social sea menor que el de los países del entorno, se puede explicar a partir de una situación histórica heredada del Franquismo, y de la ausencia —por su represión y aniquilación en la Guerra Civil y en la postguerra— de una contraparte sindical y obrera que avale los pactos sociales que en Europa dieron nacimiento al Estado del bienestar.

La particular forma del gasto social en España ha estado trabada en efecto por un paternalismo secular y un profundo déficit histórico de presión política democrática. En buena medida, el Estado de bienestar español es un híbrido entre una débil estructuración institucional de los derechos sociales y una fuerte delegación en las familias de las labores de cuidado más elementales.

Como se sabe, los cuidados familiares —de hijos, ancianos o enfermos— han estado siempre en manos de las mujeres, y esto ha seguido siendo así, incluso cuando éstas últimas se han incorporado masivamente al mercado de trabajo asalariado. A diferencia de otros países europeos, el Estado español no ha emprendido nunca en serio una política de intervención sobre este terreno. El último intento, la Ley de Dependencia, se puede considerar más bien tibio.

En términos históricos, esta situación de estrés, o incluso de crisis social subyacente —en forma de crisis de los cuidados— ha sido trasladada a través de las principales líneas de división social a las mujeres de menores recursos. Las clases medias, altas y altas han recurrido tradicionalmente a la «ayuda» de empleadas de hogar («chachas», «sirvientas», «criadas», «amas de cría» o más modernamente «asistentas»).

En éste como en tantos otros aspectos, las cargas del cuidado se han desplazado, de forma poco sutil y completamente naturalizada, desde las poblaciones con mayores recursos a aquéllas con menores posibilidades. La novedad durante el ciclo inmobiliario financiero que marcó la prosperidad española entre 1995 y 2007 proviene, no obstante, del hecho migratorio.

De los cerca de cuatro millones trabajadores extranjeros, en su mayoría procedentes del Sur Global, que se incorporaron a la economía española en esos años, casi el 20 % se han dedicado a suplir labores de cuidado que ni el Estado ni las economías domésticas querían o podían cubrir. Actualmente, casi un millón de mujeres migrantes se dedican a realizar labores de cuidado de ancianos, niños y enfermos, así como las tareas domésticas fundamentales de cerca de dos millones de hogares.

El resultado es que una parte de la población se ha beneficiado de un trabajo muy mal pagado y políticamente sometido, tanto por las prescripciones legales que impone la Ley de Extranjería (trabajo de sin papeles o con residencias precarias), como por el propio régimen laboral del empleo doméstico, distinto y ferozmente discriminatorio respecto al régimen laboral convencional.

De todas formas, la falta de desarrollo del Estado de bienestar español no ha sido óbice para que en estos años se multipliquen declaraciones de todo tipo acerca de su crisis.





Desde finales de 2007, se acumulan los avisos acerca de la inviabilidad del sistema público de salud, de las pensiones y de la educación pública. Como en otros países, se ha apuntado sobre su excesivo coste, su inviabilidad a futuro y su ineficiencia social. Ante este órdago, han sido pocas las voces que han señalado los déficit del Estado de bienestar español, la escasez de recursos y la necesidad de una reorganización completa de la fiscalidad con el fin de expandir el gasto social.

Continuara…

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