viernes, 21 de septiembre de 2012

Tercera: El empleo es demasiado caro. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades: ahora hay que ajustarse el cinturón para que la economía se recupere II. Continuación…







La solución histórica a este grave problema vino dada, como ya se ha dicho, por John Maynard Keynes. En sus observaciones de la crisis de 1929, el lord inglés atacó encarnizadamente las teorías económicas del desempleo voluntario y sostuvo, en su lugar, que toda salida efectiva de la crisis pasaba forzosamente por elevar los niveles generales de consumo de la sociedad, o lo que en economía se llama «demanda agregada». 

La mejor forma para hacerlo era a través de programas de gasto público que relanzasen el proceso económico; este tipo de intervención debía ser prolongado y debía venir reforzado por medio de una política de moderado incremento de los niveles salariales. 

La razón se encontraba en lo que Keynes llamaba la diferente «propensión al consumo» de las clases trabajadoras y propietarias. A diferencia de lo que ocurre con los ricos, los trabajadores tienden a gastar la mayor parte de su salario en gastos de consumo corriente; de esta manera, al elevar el nivel de los salarios se elevaba el consumo general.

Se conseguía así vender una mayor cantidad de la producción potencial, y al mismo tiempo se estimulaba una nueva ronda de inversiones que finalmente generaba más empleo.

Este tipo de recetas animaron el pacto social que en EEUU se conoce como New Deal(o Nuevo Acuerdo). Durante los años treinta del siglo XX, el New Deal estadounidense estableció un amplio programa de reformas e intervenciones por parte del Estado que incluían grandes proyectos de obra pública, inversiones en educación, facilidades para que las familias accedieran a la vivienda e incluso un cierto estímulo a la sindicación de los trabajadores a fin de que presionaran al alza sobre sus salarios. 

Estas políticas permitieron que ese país pudiese sortear mejor que el resto la mayor crisis económica del siglo XX, y al mismo tiempo evitó tanto derivas políticas de tipo autoritario o fascista —como las que precisamente se produjeron en buena parte del suelo europeo, como es el caso de la Alemania nazi, la Italia fascista o la España de Franco— como la expansión interna del gran enemigo ideológico a largo plazo: el comunismo.

El keynesianismo no es, por lo tanto, más que una forma de reformismo capitalista que redunda en una mayor eficiencia de ese sistema económico. Y precisamente por eso se convirtió en la teoría dominante de las políticas económicas de los países occidentales después de la II Guerra Mundial.

En cierta forma, los treinta años que van desde 1945 hasta la llamada crisis del petróleo de 1973-1979 vinieron marcados por el mismo tipo de pacto social que hemos visto en EEUU. Los términos eran los siguientes. Por un lado, los empresarios y los propietarios de dinero aceptaban que las ganancias que se obtenían por las constantes mejoras en la producción industrial repercutieran, aunque fuera de una forma mínima, en los salarios de los trabajadores. A cambio, los propietarios de capital garantizaban que su producción tuviera compradores, y que incluso, por medio del gasto público, la salud (sistemas públicos sanitarios) y la productividad (gasto en educación) de sus trabajadores fuese creciente.

Por su parte, los trabajadores, a través de los sindicatos, aceptaban que el incremento de sus salarios y su consumo no fuera mayor que el de la productividad a fin de no mermar las ganancias de los capitalistas. En el mismo paquete de negociación se establecía también el abandono de todo horizonte de transformación radical de la economía capitalista.

Este pacto se mantuvo relativamente intacto hasta los años setenta. Y las instituciones a las que dio lugar, recogidas en lo que llamamos Estado de bienestar, aunque estén en abierto retroceso y sujetas a ataque continuo, siguen configurando en gran medida el modo en el que se reproducen las sociedades capitalistas avanzadas. Tal y como ya se ha dicho durante los años setenta, dos episodios de rápida subida de los precios del petróleo, unidos a una creciente competencia internacional, así como a una presión salarial cada vez más fuerte por parte de unos trabajadores cansados de un pacto en el que sencillamente eran la parte que más aportaba y menos ganaba, puso fin a la trayectoria económica de las décadas anteriores.

Las estrategias de los empresarios y de los gobiernos fueron muchas y muy distintas, pero casi todas ellas compartieron un mismo diagnóstico: los salarios se habían convertido de nuevo en causa principal de los problemas económicos. La terapia pasaba por el control salarial.

El objetivo último consistía en bloquear la presión sobre los beneficios —y por lo tanto sobre la inversión— y/o que las alzas salariales repercutiesen sobre los precios —lo que producía inflación. El triunfo Reagan y Thatcher en EEUU y Reino Unido sancionó esta nueva línea política con un feroz ataque a toda movilización sindical. Como había ocurrido históricamente, los salarios volvieron a ser, fundamentalmente, un coste para los empresarios.

El resultado económico de las políticas de control de rentas y del ataque al trabajo fue, en todo caso, muy distinto al esperado. El bloqueo al crecimiento de los salarios e incluso su reducción no produjo mayor crecimiento económico, ni tampoco la creación de un número significativo de empleos.




Antes al contrario, durante las décadas de 1980 y 1990, el crecimiento económico de los países occidentales fue moderado, y en algunos casos insignificante, al menos si se compara con la de 1960. Al mismo tiempo, el desempleo se estabilizó en unas cifras que hubieran sido consideradas inaceptables unos años atrás. Aunque las razones de esta relativa atonía económica tenían que ver con los problemas de realización de los beneficios capitalistas que hemos comentado en el epígrafe anterior, uno de los escollos fundamentales se encontraba, otra vez, en que con altos niveles de paro y salarios estancados era muy difícil estimular el consumo de las familias, y con éste la inversión.

El resultado eran unas economías más bien anémicas, con crecimientos débiles e inestables.
Continuara…

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