viernes, 21 de septiembre de 2012

Tercera: El empleo es demasiado caro. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades: ahora hay que ajustarse el cinturón para que la economía se recupere III. Continuación…





La solución a este problema, ensayada en un buen número de países, entre ellos España, vino de la mano de la ingeniería financiera. El problema se encontraba de nuevo del lado de la demanda: si las familias no pueden gastar más a partir de unos flujos menguantes de renta salarial, quizás se puedan elevar sus niveles de gasto por medios financieros.

Los instrumentos financieros que sirven a este propósito son básicamente dos, y casi siempre aparecen combinados: por un lado, el recurso al crédito (endeudamiento) y, por otro, las burbujas financieras e inmobiliarias que operan sobre títulos de propiedad (como acciones, fondos de pensiones o viviendas) que están en manos de una proporción significativa de los hogares.

Sobre estos preceptos, desde las décadas de 1980 y 1990, se ha aplicado una compleja batería de políticas que ha introducido a una creciente masa de hogares en los circuitos financieros. Propiamente, cuando una persona adquiere acciones o un fondo de pensiones, o compra viviendas o suelo pensando sobre todo en los rendimientos futuros y no tanto en su utilidad como bien de uso, esta persona está operando según lógicas financieras.

Cuando este tipo de operaciones está al alcance de muchas familias y lo que es más importante, cuando una parte creciente de sus rentas —y también de sus riesgos— se deriva de las plusvalías financieras, se puede decir que las economías domésticas se «financiarizan». Esto es sencillamente lo que ha ocurrido en los últimos 20 años.

Pero, ¿cómo la financiarización de las economías domésticas, o lo que algunos han llamado el triunfo del capitalismo popular, puede dar lugar a ese milagro económico de elevar el consumo sin hacer lo propio con los salarios? El circuito que bombea renta desde los mercados financieros al gasto en consumo de las familias se tiene que cerrar, necesariamente, por medio de un crecimiento espumoso de las acciones y los activos financieros en sus manos. Las grandes subidas bursátiles que se vienen produciendo desde la década de 1980 han permitido que una parte de las ganancias producidas por acciones y fondos de inversión se dirigiesen a gastos corrientes.

A este mecanismo se le llama «efecto riqueza».

Lo curioso de los «efectos riqueza» es que se pueden generar también por medio de burbujas inmobiliarias. De hecho, el último gran ciclo económico (el de los años 2000) se ha visto animado por una serie de explosiones inmobiliarias anidadas a escala internacional y protagonizadas por un nutrido grupo de países: Reino Unido, EEUU, Irlanda, Australia, Nueva Zelanda y también España. Todos ellos con mercados de trabajo muy precarizados y salarios estancados.

En estos países, el objetivo principal de las políticas económicas ha sido convertir la vivienda en un bien de inversión que soporte crecimientos significativos de su precio y con ellos de la riqueza «nominal» que propiamente dicen tener las familias.

El mecanismo tiene una base tan sencilla como que el crecimiento de los precios, y las consiguientes plusvalías inmobiliarias, o también la capacidad de acceder a nuevas rondas de endeudamiento avaladas por unas propiedades inmobiliarias de valor creciente, permitieran a las familias aumentar sus gastos, aunque no creciesen sus salarios. De este modo, el acceso al crédito para nuevas inversiones inmobiliarias —especialmente de los sectores de mayor renta— retroalimentaba en círculo nuevos crecimientos del precio de la vivienda y, a su vez, nuevas oleadas de endeudamiento.

Naturalmente, este tipo de estrategias basadas en el valor de los patrimonios de las familias y la extensión del crédito ha producido una particular inversión de las funciones económicas que habían mantenido el Estado y los hogares desde al menos los años treinta del siglo XX. Por un lado, el Estado se ha ido ajustando a las prescripciones neoliberales de reducción de gasto, abandonando progresivamente ámbitos sociales que antes eran de su competencia, como las pensiones y la vivienda.

Por otra parte, las familias, que tradicionalmente eran consideradas las principales proveedoras de ahorro, se han visto cada vez más presionadas tanto por el abandono del Estado, como por el continuo recorte de los ingresos salariales. De hecho, en España, incluso en los años de prosperidad, entre 1995 y 2007, los salarios decrecieron un 10 % de media. Es así como los hogares se han visto forzados a mantener sus niveles de consumo a través del recurso masivo al crédito (y de las revalorizaciones de los títulos de propiedad).

De este modo, el exceso de gasto que según los modelos keynesianos era sostenido por el Estado, ha pasado ahora a las familias. 





Por eso, algunos hablan de un particular keynesianismo de corte financiero, o basado en el precio de los activos en manos de las economías domésticas.

Continuara…

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