martes, 18 de septiembre de 2012

Primera: La economía obedece a leyes propias. Las políticas económicas deben ser diseñadas según estas reglas III. Continuación…




Afortunadamente (para los grandes agentes capitalistas), la mayor parte de nuestras economías funcionan sobre posiciones de monopolio y oligopolio. El acero, el petróleo, la energía, los automóviles, los medicamentos y una larguísima lista de mercancías son producidas por un puñado de grupos empresariales que en algunos sectores y regiones se cuentan con menos dedos que los que tienen una sola mano. Pero incluso en situaciones en las que podría parecer que hay multitud de empresas en concurrencia, como el textil, las estrategias de venta pasan por generar formas de distinción del producto dirigidas a convertirlo en una mercancía exclusiva —lo que permite a esos productores beneficiarse de una posición de mini monopolio. Esto, y no otra cosa, es lo que se consigue cuando se crea una imagen de marca. Así se pueden vender unas zapatillas llamadas «Nike» a cinco o diez veces el precio de otra zapatilla de similares características y parecidos costes, pero sin una marca reconocible.

Más grave aún, la idea de los mercados autor regulados y la crítica a los monopolios tampoco entiende la innovación tecnológica, y por ende el cambio económico. Las innovaciones técnicas y organizativas sólo «interesan», al menos en términos capitalistas, si generan posiciones de monopolio que permitan obtener beneficios extraordinarios. Algunos economistas nada sospechosos de radicalismo han reconocido y defendido esta idea: el beneficio monopolista es necesario para la innovación económica, y por lo tanto es del todo justificable y beneficioso. Es el caso de Schumpeter y de su explicación del desarrollo económico. Según Schumpeter, el empresario innovador es el verdadero campeón del cambio económico sólo porque a través de su genio pone en circulación nuevos productos o nuevos métodos de producción o de organización del trabajo. Y es esto, y sólo esto —su posición de monopolio sobre una ventaja económica, aunque sea temporal— lo que le permite obtener beneficios imposibles en una situación de competencia perfecta. Así lo reconoce nuestra actual legislación cuando protege y legitima los beneficios que se derivan de este tipo de innovaciones por medio de monopolios legales temporales (a veces abusivos) tales como las patentes y los derechos de autor.

En el mercado de trabajo también nos encontramos con posiciones de partida completamente desiguales que no funcionan según un mecanismo de competencia perfecta. Por ejemplo, una empresa que contrata al 10 o al 15 % de la población activa de una región, algo bastante común en casi todas las ciudades medias, tiene una posición de fuerza extraordinaria en la definición de las condiciones de contratación y de trabajo de sus empleados, lo que resulta del todo asimétrico con la posición de los trabajadores en solitario. Una empresa puede también trasladarse con cierta facilidad de un país con salarios altos a otro en el que estén por los suelos —y quizás sean mantenidos así por un régimen policial y autoritario. En este sentido, aunque experimentos, como la Directiva Bolkenstein de 2006 en la UE, traten de convertir la movilidad del trabajo en una herramienta dirigida a abaratar los salarios y los costes por medio de la aplicación de la «legislación laboral del país de origen», ¿pueden en general los trabajadores de un país con salarios bajos migrar a otro con altas remuneraciones con la misma facilidad que tienen las empresas y el capital? Por supuesto que no. ¡Ahí está para impedirlo esa provechosa forma de intervención pública sobre los mercados de trabajo que son las leyes migratorias!

Lo mismo podríamos decir de las complejas cadenas de producción internacional en las que muchas veces una gran empresa (por ejemplo, Ikea o Zara) subcontrata las labores de producción a una miríada de pequeñas empresas, estas sí, sometidas a una fuerte competencia por parte de su único cliente: la empresa matriz. De este modo, la multinacional obtiene beneficios extraordinarios por medio del abaratamiento abusivo, a partir de su posición monopolista, de sus costes de producción, ahora externalizados en una gran cantidad de subcontratistas.

Tampoco los mercados financieros funcionan en régimen de competencia. Pensemos en el ejemplo anterior de las empresas de ratingo de evaluación de riesgos. Buena parte de la información que dirige las inversiones financieras de todo el planeta, y que es fundamental a la hora de que esa multitud de homo economicus — que llamamos brokers y agentes financieros— tomen sus decisiones, es elaborada por sólo tres empresas (Standar&Poor’s, Moody’s y Fitch). Se trata de una situación de oligopolio perfecto de la información, y sin embargo sus informes dirigen los flujos especulativos y de inversión de la economía mundial. Demasiado poder para sólo tres empresas. Incluso los grandes flujos de inversión del planeta son dirigidos en realidad por un pequeño grupos de grandes intermediarios financieros con una enorme capacidad para gestionar las masas de liquidez a su capricho.

Dicho claramente, el mercado es simplemente el lugar donde se encuentran posiciones de desigualdad previas al intercambio económico, y que un intercambio siempre desigual ha contribuido a crear y reforzar. Cuando se dice así que el mercado es el mecanismo económico más justo y eficiente, y sobre todo cuando se dice que nuestra economía es una economía de mercado —y que se hace todo lo posible para que funcione como tal— lo que de hecho se quiere es justificar el actual sistema de diferencias y desigualdades económicas, al tiempo que se legitiman las posiciones de beneficio extraordinario que obtienen los grandes agentes económicos del planeta. Por lo tanto, cuando hoy hablamos de mercado estamos hablando en realidad de estrategias de poder y cuando hablamos de mercados «auto regulados» sólo estamos participando de la ficción imaginaria de un determinado modelo de dominio capitalista.




En definitiva, lo que se descubre detrás de las definiciones y prescripciones de la economía no es tanto posiciones científicamente fundadas, como afirmaciones ideológicas que en muchos casos tienen poca o ninguna base real. En última instancia, es legítimo pensar que la economía es sólo la forma en la que se produce y se distribuye la riqueza en una sociedad. Y esto tiene mucho más de político que de «científico» o «natural». Lo que veremos en las siguientes páginas es precisamente que las explicaciones y recetas que hoy se aplican a la crisis son en realidad afirmaciones ideológicas. En muchos casos estas afirmaciones están orientadas por una determinada visión de la economía en la que lo importante no es tanto resolver los problemas sociales que acompañan a la crisis, como recuperar los anteriores niveles de beneficio de los grandes agentes económicos. Desde una perspectiva distinta, la economía real —las formas de producción, las reglas del reparto de la riqueza, etc.— se deben convertir no tanto en materia de expertos como en objeto de discusión política. Se trata en definitiva de algo demasiado importante como para dejarlo en manos de expertos.

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