sábado, 22 de septiembre de 2012

Cuarta:El gasto social supone una carga creciente que la economía ya no puede soportar. O también: hay que transmitir confianza a los mercados y reducir lo antes posible el déficit público






En los países con economías desarrolladas, pero también en la mayor parte de las economías emergentes, el Estado ha tendido a hacerse cargo de un conjunto de servicios de primer orden como la educación —desde los primeros niveles hasta la Universidad—, la salud —en muchos países de toda la población—, las pensiones de vejez, los seguros de enfermedad y paro, las políticas de protección contra la pobreza, etc. 

Como se sabe este tipo de políticas componen lo que tradicionalmente se conoció como Estado del Bienestar.

Para los liberales de ayer —al igual que para los neoliberales de hoy— este tipo de políticas no tiene ninguna justificación económica. Antes al contrario, la intervención del Estado, por medio de una fiscalidad «excesiva» y de medidas de redistribución, es considerada como algo más bien nocivo para el funcionamiento de los mercados. De hecho, antes de la formación institucional del Estado del bienestar muchas de sus actuales atribuciones eran asumidas por asociaciones de trabajadores, que ponían en común una parte de su salario para atender a viudas, ancianos, enfermos y huérfanos.

Eran las llamadas mutuas laborales.

El crecimiento de los movimientos sindicales y de los partidos obreros, el estallido de la Revolución Rusa en 1917, las dos Guerras Mundiales, en definitiva, todo lo que constituye la larga y conflictiva trama del siglo XX, obligaron, muy a pesar de los economistas liberales, a reconsiderar las funciones y responsabilidades del Estado, e incluso de una parte del empresariado. Los acuerdos sociales que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial y el propio modelo de regulación económica inspirado en las ideas de Keynes, sellaron la estructura básica del Estado de bienestar en los principales países europeos.

Desde ese momento, se reconocieron una serie de «derechos» —salud, educación, vivienda o cierto nivel de renta en periodos de dificultad— que debían ser financiados por medio de una fiscalidad progresiva y un conjunto de instituciones especiales como las servicios de salud, la red pública de educación o la Seguridad Social. De este modo, entre los años que van desde el final de la II Guerra Mundial hasta la crisis de los setenta, la creciente inversión en educación, cultura o sanidad permitió mejorar casi todos los indicadores básicos de bienestar de al menos una parte muy significativa de la población: desde la esperanza de vida hasta los niveles de educación, desde la reducción de la pobreza hasta la erradicación de algunas de las plagas y enfermedades que habían azotado a las sociedades europeas de los siglos anteriores.

Incluso dentro de una perspectiva estrechamente capitalista, el Estado del bienestar generó innumerables efectos positivos: aumentó la productividad y la salud de la población, contribuyó a crear nuevos mercados y productos destinados a satisfacer las necesidades derivadas del creciente poder adquisitivo de los trabajadores, permitió dedicar muchos más recursos a labores de investigación e innovación, o a infraestructuras de transporte y comunicación.

Todavía a día de hoy, los países con mayor inversión en políticas sociales son los que presentan los mayores índices de productividad y riqueza. De hecho, en los países con sistemas de redistribución y de desarrollo social más acabados, el coste de las políticas sociales ha llegado a suponer hasta el 35 y el 40 % del PIB, y en muchos países consume más del 75 % del gasto público — en el caso español esas cifras se deben rebajar sin embargo al 25 % y el 55 % respectivamente.

En cualquier caso, y como ya se ha destacado, estas cantidades, aparentemente enormes, sólo reflejan en realidad una parte del trabajo y de los recursos que se destinan a lo que es más importante en toda sociedad: su propia reproducción. Desde esta perspectiva, estos volúmenes de gasto se pueden considerar incluso pequeños.

A partir, sin embargo, de la crisis de 1970 una de las letanías más escuchadas dice así: «El Estado debe delegar una parte de estas políticas sociales a manos de sus propios beneficiarios». Los autodenominados neoliberales declaran, efectivamente, que el Estado debe reducirse y que el débil crecimiento de las últimas décadas se debe, en última instancia, a la nociva y perniciosa distorsión de los mercados por parte de un sector público sobredimensionado.

O dicho de otro modo, la idea de corregir «artificialmente» las desigualdades a través de mecanismos distributivos, y que ha sido el caballo de batalla de los proyectos de reforma social de todo el siglo XX, sólo genera mecanismos malévolos que a la larga producen más problemas que soluciones. Por ejemplo: los seguros de desempleo y las altas prestaciones sociales «desincentivan» la búsqueda de empleo, la inflación administrativa obstaculiza un funcionamiento ágil del Estado, los sistemas públicos de salud y educación son rígidos, excesivos e ineficientes, las políticas contra la pobreza crean una casta de «subvencionados» pasivos, etc.

El problema de la pobreza, la precariedad o la falta de renta han pasado a ser así, cada vez más, un problema personal, y no el «residuo» de una estructura social que arroja porcentajes más o menos crecientes de población en situación de pobreza o con distintos grados de exclusión. En línea con esta nueva forma de hegemonía social, los sectores sociales de rentas altas de algunos países han practicado el sabotaje fiscal —o más bien el fraude fiscal—, alegando que los más útiles y fuertes («los triunfadores») no tienen porqué pagar el bienestar de los menos capaces («los perdedores»).

La hegemonía política de este tipo de ideas es tal que algunas de las síntesis críticas a los excesos del Estado del bienestar proceden del interior de los viejos partidos socialistas; éstas han dado lugar a nuevos criterios de política social basados en un curioso principio: «Ayudar a que se ayuden».





El argumento más fuerte en términos económicos es, en cualquier caso, el mismo que hemos visto en los epígrafes anteriores: gravar fiscalmente a los empresarios retira un dinero que podría ser utilizado de una forma mucho más provechosa en inversiones productivas que en una ineficiente, y a la larga corrupta, máquina burocrática. La mejor política social se decía (se dice) es la que crea empleo, aunque los «estímulos» al beneficio empresarial no generen inversiones productivas y el empleo que se cree sea completamente inaceptable.

Continuara …

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me encataria que dejara sus comentarios !!!